Renné Duvoir
Renné no recordaba mucho sobre vida humana. Su primer recuerdo había sido el rostro de Antoine, su sire, que la miraba con todo el cariño que puede “sentir” un vampiro. Había sido Antoine quien le había hablado de su vida antes de la no-vida. Él la había abrazado a principios del siglo XIX, época de revoluciones y maquinas a vapor. Comenzaba el Romanticismo, que se oponía al Neoclasicismo enfocándose más en lo social que la política, en el desorden, la pasión, lo irracional, imaginario… Sin embargo, Antoine se interesaba por un nuevo arte; la fotografía. Como le contaría más tarde a Renné, la había conocido en una exposición de arte. Él llevaba una cámara que había construido, basándose en los estudios de Niepce. Renné se encontraba allí también, hija mayor de una familia pobre de París, que pintaba cuadros paisajistas y retratos para ganar unos pocos francos. El rostro hermoso y triste de Renné inspiró a Antoine, quien pidió dejarla retratar con su cámara, convirtiendola en su musa. No pasó mucho tiempo cuando él decidió darle su don. Pero desde entonces no pudo fotografiarla más, ya que Renné no podía reflejarse. Su deseo de pintar sin caer en su maldición, hizo que se enfocara en su sentido del oído. Se embelezó con las sinfonías de Beethoven, caía en trance al escuchar los primeros tonos de la música de Bach. Así pudo seguir pintando sin problemas.
Llegaba el siglo XX, Renné descubrió su verdadera pasión: El puntillismo. Empezó copiando Seurat, Henri-Edmond Cross y Bukovac. Luego empezó a pintar cuadros de otras tendencias, pero aplicando el puntillismo en ella. Los cuadros que ella creía excepcionales eran los únicos que ponía en la galería de Antoine, quien se había convertido en mecenas de la joven y de otros jóvenes aprendices. Así, Renné tuvo una no-vida muy tranquila, hizo viajes a Roma, España y Alemania para conocer las tendencias. Antoine a veces la acompañaba, pero otras veces decía que tenía “cosas que atender”. A finales del siglo XX se planeaba transformar la estación de ferrocarril de Orsay en un museo. Renné sabía que las manos de Antoine estaban en el proyecto, y no se sorprendió cuando en 1986 su sire le dijo que estaría encargado del manejo del nuevo museo. Desde ese entonces se volvió su hogar. De vez en cuando colocaba alguno de sus cuadros, ya que el museo estaba enfocado hacia el arte del siglo XIX. Acostumbraba pasar las noches reproduciendo los cuadros, luego de alimentarse.
Había una cosa que intrigaba a la joven vástago. Sufría pesadillas, que no siempre recordaba. Antoine le decía que no se preocupara, pero podía ver que él también se sentía intrigado, e incluso a veces asustado cuando ella le relataba sus sueños.
Renné no recordaba mucho sobre vida humana. Su primer recuerdo había sido el rostro de Antoine, su sire, que la miraba con todo el cariño que puede “sentir” un vampiro. Había sido Antoine quien le había hablado de su vida antes de la no-vida. Él la había abrazado a principios del siglo XIX, época de revoluciones y maquinas a vapor. Comenzaba el Romanticismo, que se oponía al Neoclasicismo enfocándose más en lo social que la política, en el desorden, la pasión, lo irracional, imaginario… Sin embargo, Antoine se interesaba por un nuevo arte; la fotografía. Como le contaría más tarde a Renné, la había conocido en una exposición de arte. Él llevaba una cámara que había construido, basándose en los estudios de Niepce. Renné se encontraba allí también, hija mayor de una familia pobre de París, que pintaba cuadros paisajistas y retratos para ganar unos pocos francos. El rostro hermoso y triste de Renné inspiró a Antoine, quien pidió dejarla retratar con su cámara, convirtiendola en su musa. No pasó mucho tiempo cuando él decidió darle su don. Pero desde entonces no pudo fotografiarla más, ya que Renné no podía reflejarse. Su deseo de pintar sin caer en su maldición, hizo que se enfocara en su sentido del oído. Se embelezó con las sinfonías de Beethoven, caía en trance al escuchar los primeros tonos de la música de Bach. Así pudo seguir pintando sin problemas.
Llegaba el siglo XX, Renné descubrió su verdadera pasión: El puntillismo. Empezó copiando Seurat, Henri-Edmond Cross y Bukovac. Luego empezó a pintar cuadros de otras tendencias, pero aplicando el puntillismo en ella. Los cuadros que ella creía excepcionales eran los únicos que ponía en la galería de Antoine, quien se había convertido en mecenas de la joven y de otros jóvenes aprendices. Así, Renné tuvo una no-vida muy tranquila, hizo viajes a Roma, España y Alemania para conocer las tendencias. Antoine a veces la acompañaba, pero otras veces decía que tenía “cosas que atender”. A finales del siglo XX se planeaba transformar la estación de ferrocarril de Orsay en un museo. Renné sabía que las manos de Antoine estaban en el proyecto, y no se sorprendió cuando en 1986 su sire le dijo que estaría encargado del manejo del nuevo museo. Desde ese entonces se volvió su hogar. De vez en cuando colocaba alguno de sus cuadros, ya que el museo estaba enfocado hacia el arte del siglo XIX. Acostumbraba pasar las noches reproduciendo los cuadros, luego de alimentarse.
Había una cosa que intrigaba a la joven vástago. Sufría pesadillas, que no siempre recordaba. Antoine le decía que no se preocupara, pero podía ver que él también se sentía intrigado, e incluso a veces asustado cuando ella le relataba sus sueños.